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La ira tiene muy mala prensa. Para empezar, la Biblia la cataloga como uno de los pecados capitales, los que echan a perder nuestra conducta y nos empujan a cometer otros pecados posteriores. En épocas menos bíblicas nos hemos reconciliado un poco con ella y la hemos llegado a ver hasta como una emoción necesaria que debemos, eso sí, ir dejando salir a poquitos para que no aparezca en esos estallidos de mal genio que nos hacen perder el control y que tan contraproducentes resultan... ¿o no?¿Y si necesitamos esa válvula de escape para funcionar bien en la vida y evitar males mayores? Esa es la teoría de la olla exprés..., la que dice que los ataques de ira –nos referimos, claro, a los 'normales', no a los que terminan en delito– son necesarios para nuestro equilibrio mental. Pero,¿realmente nos hacen un favor?
Investigadores de la Universidad Estatal de Ohio han determinado que la teoría de la olla exprés –es decir, que es bueno que nos 'despresuricemos' de cuando en cuando soltando la ira– no tiene fundamento. Los autores lo comprobaron estudiando a individuos con los que habían usado dos métodos para atajar la ira: el de dejarles soltar la tensión libremente en 'salas de la ira' –espacios donde podían gritar, romper cosas, golpear sacos...– y el de intentar apaciguarla con actividades relajantes. Los resultados fueron claros: para calmar la ira había que tranquilizar el cuerpo (no solo la mente, porque no es un fenómeno exclusivamente psicológico) y para ello era mejor meditar, hacer respiraciones profundas o, simplemente, tomarse un descanso, que emprenderla a golpes con un saco de boxeo o gritar bajo la almohada.Estas actividades 'excitantes' para liberar la mala leche no funcionaban.Es más, descubrieron que alguna de las más usadas, como hacer running para rebajar tensión, eran contraproducentes.
«Como señalan los últimos estudios, de poco sirven esas conductas supuestamente catárticas, como romper algo. Lo que desea tu cerebro cuando activa en ti esta emoción es que actúes ante lo que te duele, que resuelvas lo que te genera indignación, y esto solo puede hacerse desde un estado de calma, equilibrio y asertividad, no desde los impulsos», explica la psicóloga y escritora Valeria Sabater.
Según describe, «la ira es esa compañera de vida que tanto nos cuesta entender». «La etiquetamos de forma errónea como emoción negativa, nos queremos deshacer de ella como sea y lo llamativo es que solemos hacerlo de la peor manera: estallando o bien engulléndola, tragándonos lo que nos genera indignación».
La curva de la ira
Ráfaga de pensamientos Los pensamientos van muy rápido, las ideas en nuestra cabeza se agolpan. El cerebro nos funciona a toda prisa: esta sobreexcitado.
Ya no nos interesa el otro No podemos evitar interrumpir a la parte con la que estamos interactuando.
Acelerón Notamos que se nos acelera el corazón. Se pueden notar hasta palpitaciones.
Sensación de calor Sobre todo en el tronco y la cara, donde puede aparecer hasta un rubor.
Músculos tensos La musculatura se tensa: el cuerpo se 'prepara' para afrontar una especie de amenaza.
Voz aguda Empezamos a hablar más rápido, más alto y con la voz más aguda.
¿Qué debemos hacer, entonces, con ella? Como está tan de moda eso de que las emociones supuestamente negativas tienen su función... «Es fundamental trabajar la ira –aclara Sabater–. Yo suelo verla como el tapón que cierra una botella a presión. Cuando la abres, lo que hay tras ella es mucha tristeza, decepciones, palabras que nos hemos callado, injusticias… De hecho, la ira es una emoción que suele acompañar a procesos traumáticos».
Así que trabajar en el control de la ira es necesario, no solo porque es la manifestación de otros problemas, sino porque «hace que emerja lo peor de nosotros mismos», apunta la psicóloga. Pero, ¿los estallidos no nos alivian? «Suelen generarte un alivio muy breve. Puedes gritarle a tu compañero de trabajo, decirle una frase hiriente a tu pareja o tirar el móvil al suelo cuando las cosas no salen como esperabas… Estas conductas aportan una pequeña liberación de endorfinas y una sensación de satisfacción, pero muy fugaz», advierte Sabater. Y luego, inmediatamente, viene el arrepentimiento. «Entonces te sientes peor», indica.
La ira en tu cerebro tiene una finalidad muy clara: quiere que resuelvas o afrontes lo que te duele, lo que te frustra o ataca a tu identidad o dignidad personal. «El problema es que esta emoción tiene una impronta psicofísica muy intensa, es decir, te desregula, te genera tensión, te duele el estómago, tu respiración se acelera y, lo que es peor, quien toma el control es tu amígdala cerebral, provocando que actúes por impulsos», alerta. De hecho, durante un ataque de ira perdemos la noción de las consecuencias y podemos causar un daño tremendo con lo que decimos. Un peligro.
Por eso, es necesario poner medidas para evitar la explosión. A veces, indica Sabater, para romper la escalada basta con cambiar rápidamente de conducta, «salir a pasear, respirar profundo unos minutos, escuchar música, desviar la atención…». Una vez has recuperado un poco la calma –ya no notas el corazón a mil por hora y puedes controlar lo que sale de tu boquita–, es hora de pensar en varias estrategias asertivas para resolver eso que te ha indignado. «Una mente relajada decide mucho mejor», recuerda.
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