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El mes que viene se cumplirán dos años desde que Vladímir Putin puso en marcha su 'operación militar especial' contra Ucrania, un país con el que llevaba ya ocho años en guerra tras la anexión de Crimea. Su intención era desmilitarizar el país vecino en ... cuestión de días. Sin embargo, la invasión se le atragantó y las tropas rusas no lograron entrar en Kiev. El ímpetu de los soldados ucranianos primero, y el apoyo occidental después, forzaron una retirada que ha recluido los combates a la región oriental del Donbás y obliga a Rusia a atacar el resto del país con misiles y drones.
En definitiva, la guerra se ha empantanado. Pero eso no quiere decir que no continúe muriendo gente en el frente. Al contrario: las batallas son intensas y, aunque ninguno de los dos bandos lo reconozca, sus bajas son numerosas. Por eso, los reclutadores se emplean a fondo para encontrar soldados hasta debajo de las piedras. En el caso de Rusia, incluso fuera de sus fronteras: el país ofrece la nacionalidad a quien se preste a luchar contra Ucrania.
Por eso, hoy regresamos al campo de batalla eslavo.
La nacionalidad a cabo de jugarse la vida.
Elecciones en Taiwán: un peligroso triángulo con China y Estados Unidos.
Bangladés se incendia de nuevo en las urnas.
Cualquier extranjero que esté dispuesto a luchar por Rusia durante al menos un año tiene ahora derecho a reclamar la nacionalidad del país más extenso del mundo. Así lo decretó el pasado jueves el presidente ruso, Vladímir Putin. Se está quedando sin soldados para enviar a la picadora de carne en la que se ha convertido el frente ucraniano y quiere evitar otra movilización masiva antes de unas elecciones en las que, sin embargo, ya sabe que saldrá ganador. De momento, lo que ha hecho ha sido elevar a 30 años la edad en la que se debe hacer un año de servicio militar obligatorio y aumentar los salarios del Ejército para incrementar sus filas en 170.000 hombres y dejarlas con más de 1,3 millones.
Según cifras oficiales, 452.000 efectivos se alistaron en 2023, atraídos por un sueldo que multiplica por cuatro la media nacional. Pero todavía no son suficientes y, según la nueva regulación, para acceder a la nacionalidad habrá que firmar un contrato laboral con el Ejército o con alguna 'formación militar' rusa, en alusión a grupos paramilitares como el de los mercenarios de Wagner. Teniendo en cuenta las elevadas posibilidades que hay de perder la vida en el frente -la inteligencia estadounidense afirma que el 90% acaba muerto o herido-, el aliciente reside en que tanto progenitores como descendientes directos pueden reclamar la ciudadanía rusa.
Desde una perspectiva europea, puede parecer un mal trato. Un sacrificio para que otros alcancen un objetivo que no resulta tampoco muy deseable. Pero hay que tener en cuenta que, a pesar de que su nivel de vida está muy lejos del que disfrutamos en Europa Occidental, Rusia es una potencia regional que tiene mucho tirón entre países de Asia Central. Y, según diferentes medios de comunicación, también en países más alejados de su esfera de influencia, como Cuba o Nepal. Desafortunadamente, la opacidad habitual del régimen ruso impedirá conocer con certeza a cuántos extranjeros atrae la iniciativa.
En cualquier caso, en Ucrania tienen un problema similar. El propio Zelensky afirmó que necesita unos 500.000 militares más para seguir conteniendo la presión de Rusia, pero se ha abstenido de momento de hacer una gran movilización. El Gobierno aún no ha decidido si celebrará las elecciones presidenciales que deberían llevarse a cabo en primavera, y eso podría suponer un escollo relevante para el alistamiento forzoso, que siempre provoca grandes tensiones sociales. Porque, aunque un pequeño grupo de personas siempre está dispuesta a dar voluntariamente su vida por la patria, a la mayoría hay que ofrecerle otros alicientes o llegar a forzarla. En general, la gente quiere vivir.
Cada vez que en Taiwán se celebran elecciones presidenciales, en China el gobierno se enfada. En primer lugar, porque su mera organización deja en evidencia una de las grandes carencias políticas del gigante asiático. Al fin y al cabo, la isla refleja lo que China podría haber sido si hubiese hecho una transición a la democracia: una sociedad libre, vibrante y avanzada, que abraza el mundo y en la que las ideas pueden circular libremente.
Pero, sobre todo, lo que escuece en Pekín es que los independentistas del Partido Democrático Progresista (PDP) puedan retener la presidencia una legislatura más. Por eso, la campaña electoral suele ir siempre acompañada de amenazas, más o menos veladas, de una posible invasión. Porque, aunque el Partido Comunista de China nunca ha gobernado la antigua Formosa, la considera parte indivisible de la República Popular, mientras que Taiwán prefiere mantener su denominación oficial de República de China y seguir siendo independiente 'de facto', aunque la mayor parte del planeta no lo reconozca así.
Es un lío, sí. Un lío cuyo impacto trasciende a los 24 millones de habitantes del territorio. Porque muchos consideran que puede ser la mecha que prenda la guerra entre China y Estados Unidos, que debería acudir en auxilio de Taiwán si es atacada, y porque, sin llegar a ese extremo, cualquier bloqueo puede provocar un monumental quebradero de cabeza en la industria global, ya que las empresas de la provincia rebelde fabrican en torno al 70% de los chips del mundo. Sin ellos, los avances tecnológicos se detendrían en seco.
De momento, la sangre nunca ha llegado al río. Pero los encontronazos en el Estrecho son cada vez más frecuentes. La Fuerza Aérea de Taiwán intercepta cazas chinos día sí y día también, los buques de guerra de Estados Unidos a menudo se encuentran con los de su archienemiga en la región, y en unos megalómanos ejercicios navales China llevó a cabo un simulacro en el que aislaba por completo la isla. Aviso a navegantes, nunca mejor dicho.
Esta es la coyuntura en la que los taiwaneses irán a las urnas este sábado. Tendrán que elegir entre la postura más confrontacionista del PDP, aunque ya ha dejado claro en diferentes ocasiones que no declarará la independencia del país, y la más conciliadora del conservador Kuomintang, que busca una relación más pragmática con China, aunque sus dirigentes ya han aclarado que eso no supone buscar la reunificación.
Y de unas elecciones que amenazan polémica a otras que ya la han materializado: Bangladés acudió a las urnas el pasado domingo y reeligió a la controvertida primera ministra, Sheikh Hasina, para su cuarto mandato seguido. El problema es que pocos creen que los comicios hayan sido limpios, ya que el principal partido de la oposición llamó al boicot y la participación fue solo del 40% -menos de la mitad que en la anterior cita-, muchos de sus detractores han sido arrestados o amedrentados durante la campaña electoral y alguno incluso ha sido asesinado -ha habido 16 muertos durante el proceso electoral- tras salir del colegio en el que votaba.
Se confirma así otra deriva autoritaria más. Según organizaciones de derechos humanos, unos 25.000 disidentes han sido detenidos en Bangladés desde el pasado mes de octubre, y diez han muerto bajo custodia. «Costó mucho implantar la democracia en Bangladés y no debería convertirse en algo cosmético», ha dicho el Alto Comisionado para los Derechos Humanos de la ONU, Volker Türk. Desafortunadamente, eso es algo que se puede advertir en muchos países más.
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